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Hace unas semanas volé a Ámsterdam para ver jugar al Aston Villa.

Este viaje empezó como cualquier otro… Salimos temprano, condujimos hasta Luton, aparcamos, sin problemas. El tren al aeropuerto llegó puntual. El vuelo se retrasó un poco, pero EasyJet lo gestionó bien: nos mantuvieron informados y enseguida estábamos en el aire. Aterrizamos, cogimos directamente un tren al centro, nos registramos en el hotel y salimos a cenar algo rico y a tomarnos un par de pintas. Todo… funcionó a la perfección. Como debía ser… Al día siguiente, me dirigí a Róterdam. Llegamos con tiempo de sobra, recogimos las pulseras y disfrutamos del ambiente. Luego emprendimos el último tramo.

Llegamos a la estación del estadio sobre las 19:15. El partido no empezaba hasta las 21:00, así que pensamos entrar tranquilamente, tomar algo, quizá encontrar nuestros asientos pronto y disfrutar del ambiente. ¿Qué pasó en realidad? Un caos total. Nada más bajar del tren, fue como entrar en una confusión. De repente, nos vimos acorralados en una zona vallada justo fuera del estadio. Miles de personas, apretujadas hombro con hombro, como ganado. Sin baños. Sin agua. Sin sombra. Y lo peor de todo: ninguna información. Ni una sola persona para explicar qué estaba pasando o por qué no nos dejaban entrar al estadio. Y cuanto más tiempo pasábamos allí, más frustrante se volvía, no solo por la espera, sino por el silencio.

El estadio estaba a tan solo unos cientos de metros. Podíamos verlo. Oír el ambiente. Oler los puestos de comida. Pero no podíamos movernos. Cuando empezó el partido, seguíamos atrapados fuera: acalorados, frustrados y completamente a oscuras. La gente empezaba a impacientarse. Había familias con niños pequeños, aficionados mayores con bastones... nadie sabía por qué nos tenían retenidos, cuánto tiempo iba a ser ni siquiera si íbamos a poder entrar. Y, sinceramente, si hubiera sabido que iba a estar de pie en un corralito durante casi tres horas, apretujados así, con las rodillas ya algo viejas y sin tener ni idea de lo que pasaba... probablemente no habría ido. 

¿Y lo más increíble? Todo lo demás había ido de maravilla. Vuelos, trenes, hoteles, pulseras... todo perfecto. ¿Lo único que falló? Los últimos 500 metros. Esa última milla.

Y me hizo pensar en lo que hacemos en el transporte de mercancías. Podemos transportar productos de China al Reino Unido con los ojos cerrados. Cruzar océanos, llegar al puerto correcto, pasar la aduana… Pero si ese último tramo —llevarlo del almacén a la puerta del cliente— falla, eso es lo que recuerdan. No les importa cuántos contenedores se movieron a tiempo. Les importa que sus cosas llegaran tarde. O que no llegaran en absoluto. O peor aún: que nadie contestara el teléfono para explicar qué estaba pasando.

Porque la cuestión es esta: la gente puede convivir con los problemas. Los retrasos ocurren. Las carreteras se cierran. Las cosas se atascan. No es lo ideal, pero así es la vida. Lo que no pueden soportar es el silencio. La incertidumbre. La falta de información. Eso es lo que convierte un pequeño retraso en una queja formal. Así que, si te dedicas a esto —ya sea transporte de mercancías, atención al cliente, entregas, lo que sea—, no te quedes atrás en el último tramo.

Y si las cosas salen mal, no te quedes callado esperando que se olvide. Llama por teléfono. Envía un correo. Di algo. La gente recuerda más el final que el principio, así que asegúrate de terminar con fuerza. O al menos, no los dejes esperando fuera del estadio, preguntándose qué demonios está pasando.